Cuando hacemos meditación queremos vivir en armonía con el mundo y con los demás, pero a menudo encontramos que nos resulta imposible conseguirlo. Unas veces son los demás quienes no quieren ninguna armonía y otras somos nosotros quienes no podemos dominar nuestras reacciones y creamos tensiones.
Mucha gente piensa que se medita con el fin de que las cosas no le afecten. Pero si lo pensamos bien, nadie quiere que nada le afecte. Por ejemplo, no queremos quedarnos impasibles cuando otra persona nos intenta manipular ni cuando alguien intenta aprovecharse de nosotros. Nadie quiere permanecer frío cuando están siendo agredidos sus seres queridos o cuando alguien cercano sufre. Tampoco deseamos quedarnos paralizados e incapaces de perseguir nuestras metas personales, espirituales o sociales.
De modo que la idea de que las cosas no nos afecten parece más una idealización que la realidad. Si el despertar espiritual es hacerse insensible, distante, frío y pasivo, sólo serviría para unos pocos interesados mas bien en dejar de vivir. Pero la tradición espiritual nos señala que la apertura al espíritu va acompañada de una gran calidez y conexión con los demás y una gran comprensión del sentido de la vida. Algunos maestros pueden alejarse del mundo pero nunca con una actitud distante y pasiva, sino como un medio de agotar cualquier tendencia a identificarse con lo mundano e incluso como un modo de ser más capaces de irradiar beneficio a los demás.
Armonía
De modo que no se trata de hacerse insensible sino de inducir la sabiduría de vivir en armonía con todo y con los demás. Conseguirlo depende del conocimiento y la conciencia de cómo son las cosas y, sobretodo, de cómo somos las personas.
Uno de los obstáculos cardinales a la armonía es que solemos relacionarnos sin percibir totalmente al otro. Es decir, no vemos a las personas por lo que son sino en función de lo que nos hacen sentir. Percibimos a los demás en relación a lo que necesitamos, tememos o deseamos de ellos. Cuando estamos con alguien intentamos satisfacer nuestros propios objetivos, expectativas, aspiraciones y convicciones, y vemos al otro en relación a todo eso. Así pues, no hay un verdadero encuentro y fácilmente la concordia se rompe.
La razón para señalar esto es darnos cuenta de cómo funcionamos. No se trata de apuntar unos defectos, calificarlos de negativos y tratar de corregirlos. La armonía no se basa en corregir defectos o sentirse culpable por tenerlos ni se trata de ser sacrificado y dócil con los demás. La armonía se apoya en tener conciencia de cómo funcionamos y cómo somos las personas. Es esencial tener una visión clara de cómo uno actúa y cómo actúa la persona con la que estamos.
Las personas, uno mismo y los demás, vivimos inmersos en una gran cantidad de
anhelos, inseguridades y carencias. Desde la necesidad de salud y seguridad hasta la necesidad de autonomía, pasando por necesidades de alimento, agua, contacto, afecto, utilidad, comunicación, etc. Cuando nos encontramos con alguien, el otro tiene las mismas necesidades, miedos y deseos que nosotros, además de los suyos propios.
Así pues, cada vez que nos olvidamos del otro y de nosotros mismos creamos el
peligro para que se rompa la armonía. Cada vez que vemos al otro como un objeto o una persona estática y mecánica, estamos propiciando un desencuentro. Emitir juicios, culpabilizar, hacer comparaciones o andar con exigencias son diversas formas de dejar de ver al otro. Cuando juzgamos a los demás les estamos convirtiendo en objetos, cuando les etiquetamos y clasificamos estamos negando su naturaleza sensible, cuando comparamos volvemos a valorar y negar al otro.
La cuestión es que todos estos juicios, exigencias y demás, están determinados por nuestros estados emocionales, opiniones, deseos, inseguridades y demás; por
consiguiente no hablan de ninguna verdad objetiva sino de lo que nuestra mente dice.
No estamos viendo al otro sino lo que nuestra subjetividad percibe. Así empiezan todos los desencuentros.
Los efectos nocivos de todo esto se ven mucho más claros cuando son los demás
quienes lo hacen con nosotros. Cuando alguien nos compara, nos juzga, nos exige o nos culpabiliza vemos claramente que no nos conoce y que está siendo injusto pues sólo está viendo una parte incompleta de lo que somos.
Armonía en la práctica
Una de las dificultades con la armonía es que no podemos cambiar a los demás ni podemos hacer que se comporten de una manera madura y respetuosa. No obstante, sí que podemos cambiar nuestras propias actitudes y respuestas a los demás; y si estamos verdaderamente comprometidos con la armonía veremos que eso es suficiente para estar en paz con los demás, aunque ellos no lo quieran.
Percibir al otro
Para vivir en armonía hay dos condiciones básicas a poner en práctica. Por una parte percibir a los demás sin hacer valoraciones ni juicios, y por otra identificar lo que nos hacen sentir. En cuanto a lo primero, es esencial ver lo que sucede, y percibir al otro como un ser con miedos, necesidades, aspiraciones, opiniones y sentimientos. Necesitamos considerar que detrás de su comportamiento con nosotros hay una persona sus inseguridades, defensas, expectativas y demás. Todo ello está condicionando la relación y conviene reconocerlo, con la honestidad de que nosotros también tenemos lo nuestro.
Esto significa que el comportamiento del otro con nosotros es secundario y
circunstancial, mientras que lo verdaderamente esencial son los sentimientos y temores que están en juego. Por ejemplo, el otro puede agredirnos verbalmente, y si tenemos un compromiso con la armonía, en lugar de enfocarnos en eso examinamos qué necesita el otro, qué teme o qué espera de nosotros. Es fundamental ignorar el egocentrismo que se focaliza en el daño que el otro nos ha causado y dirigir la atención a lo le sucede a esta persona. Detrás de una agresión recibida, en el otro siempre hay alguna expectativa, demanda, necesidad o miedo, y tratamos de encontrarlo. Cuando hacemos esto veremos
que no sólo estamos más serenos sino que agotamos la agresión y facilitamos que se restaure la armonía.
Conviene advertir que en este ejercicio no estamos siendo sumisos ni dejándonos pisar por el otro. Al contrario, estamos siendo mucho más asertivos y conscientes, nos ponemos en nuestro sitio y evitamos que la energía destructiva del otro nos atrape. Así pues, esto confirma que la armonía no se consigue cediendo a las demandas del otro o intentando siempre que no se enfade, sino a través de una mayor conciencia.
Percibirse uno mismo
La segunda tarea para mantener la armonía es identificar lo que uno mismo siente, es decir, poder nombrar y definir los sentimientos que el otro despierta. Cuando hacemos esto conscientemente hemos de reconocer que estos sentimientos están determinados por nuestros propios miedos, necesidades, convicciones, expectativas y demás. Es decir, los demás nunca son realmente la causa de nuestros sentimientos sino una condición secundaria. La causa principal somos nosotros.
Nosotros elegimos inconscientemente interpretar así la actuación de los demás. Son los rasgos que componen nuestra personalidad lo que hace que respondamos de esa manera. Es una señal de honestidad asumir la responsabilidad de los propios sentimientos.
Así pues, si por ejemplo alguien nos agrede y respondemos con rencor, el rencor
tiene mucho más que ver con nuestras expectativas, opiniones y miedos que con la agresión misma. Por una parte, somos nosotros quienes elegimos tomarnos de ese modo lo que el otro hace y por otra, nuestras emociones son consecuencia de las propias necesidades y temores.
La libertad viene al ser conscientes de cómo funcionamos y cómo funcionan los
demás, sólo así tendremos suficiente espacio mental para la armonía. Lejos de
sentimientos de culpa o de culpabilizar a los demás, escuchamos nuestras necesidades y miedos, y percibimos las necesidades y temores de los demás. Viviendo así nuestras relaciones serán más limpias y constructivas.
Meditación
La meditación de la armonía comienza tomando conciencia de que todos somos
esencialmente iguales. Todos tenemos miedos, deseos y estados emocionales que nos dominan, y todos queremos ser felices. La única diferencia que encontramos está en las estrategias que utilizamos para conseguir nuestros objetivos. Incluso, la personalidad que hemos desarrollado es un modo de estar a salvo de lo que tememos y de lograr nuestros deseos.
Conscientes de todo esto, dejamos la mente en este estado en que nos vemos iguales y permanecemos el mayor tiempo posible en esta sabiduría que restaura la armonía.
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