Para no olvidar lo que estamos haciendo es muy importante darnos cuenta de que cada segundo del presente es lo que realmente existe. No olvidar lo que estamos haciendo equivale observar atentamente lo que está fluyendo en nuestra mente (pensamientos, imágenes, recuerdos y proyectos); lo que estamos diciendo (tanto con palabras como con gestos) y, lo que estamos haciendo con el cuerpo o con alguna herramienta (como el auto, la computadora o cualquier extensión tecnológica de nuestros sentidos).
La atención consciente, la plena vigilancia desde el momento actual, nos permite tener una mayor agilidad para detectar los problemas que se presentan en la vida cotidiana. El concepto “problema” tiene muchos sinónimos: complejidad, accidente, dificultades, contrariedad, pero básicamente se trata de algo que no ocurre como estaba establecido. En otras palabras, es un evento que modifica un modelo habitual de comportamiento: hay problemas cuando las cosas no salen tal y como se habían previsto.
En nuestra vida siempre hay problemas ya que en la realidad nada es perfecto, todo cambia y casi todas nuestras experiencias, de una u otra manera, tienen el sabor de la insatisfacción ya que nada es exactamente como lo deseamos. Podemos ver los problemas desde dos ángulos opuestos: como generadores de inquietud y preocupación o como situaciones que demandan solución. En el primer caso reaccionamos con ansiedad y estrés, lo que implica experimentar desesperación y un cierto nivel de angustia, dependiendo de la importancia que atribuyamos a la situación. En el segundo caso, la atención y la memoria se convierten en factores de respuesta asertiva.
Se trata básicamente de una respuesta creativa que supera con creces los hábitos mentales. En este sentido, si somos capaces de elaborar asertivamente respuestas a los problemas, le daremos un sentido diferente e importante al dolor, de modo que éste se convierte en una experiencia útil y productiva para la madurez de nuestro espíritu.
¿Cuáles son los hábitos más comunes que usamos para enfrentar los problemas? Destacan dos: la actitud de tener siempre la razón y el recurrir e imponer soluciones previamente aplicadas en el pasado. La necesidad de tener la razón implica afirmar que los otros están equivocados y que sólo nosotros sabemos resolver los problemas. En el fondo de la terquedad de tener la razón existe la necesidad de afirmar nuestro ego armando un conflicto con los demás, ya que es el conflicto entre el yo y los otros lo que confirma que estamos efectivamente separados (lo que, a su vez, alimenta más al ego).
Por su parte, el hábito de aplicar viejas soluciones a los nuevos problemas se deriva de la necesidad de seguridad e identidad que todo ser humano tiene. Repetir soluciones nos hace estar tranquilos porque permanecemos en un proceso conocido por nosotros y por el cual podemos abogar con toda nuestra fuerza y razonamientos. La aplicación obsesiva, casi neurótica, de las soluciones habituales, reactivas, a diversos problemas también implica una posición bastante sencilla y práctica. Por ejemplo, cuando los gobiernos deciden aplicar la represión sistemática a toda manifestación de inconformidad social podemos decir que se toma un camino muy sencillo y de poca complejidad: a toda manifestación social, se aplica la represión. Nada extraño tiene, por lo tanto, que la simplificación de respuestas termine en un estado represivo para que las cosas sean lo que deseamos.
Todos tenemos problemas que quisiéramos resolver de modo inmediato y certero. Pero cuando nos damos cuenta de lo frágiles que son las experiencias de la vida tendemos más bien a buscar más las causas y las complejidades de los problemas. Cuando generamos los estados anímicos de enojo o de agresión es porque estamos dedicados en imponer nuestras razones y soluciones habituales a circunstancias que de por sí son complejas y, en la mayoría de los casos,
derivadas de una red de causas primarias y de condiciones secundarias bastante alejadas de nuestra capacidad de decisión. Cuando los problemas nos ponen tensos y frustrados, además de perder la calma solemos perder la objetividad.
De esa manera nos volvemos incapaces de comprender las múltiples relaciones que determinan el comportamiento de las personas y de la naturaleza misma.
En general podemos decir que hay varios niveles de problemas. Primero están los existencialmente inevitables como el haber nacido, enfermarnos, envejecer y morir. Después están los problemas que surgen de modo derivativo: cuando perdemos o se deshacen las cosas que tenemos y deseamos, cuando no obtenemos las cosas o los resultados que queremos y cuando tenemos o experimentamos cosas y eventos que no deseamos.
En una primera reacción instintiva solemos negar los problemas de un modo inmediato, porque para el ego cada problema aparece como un fracaso potencial de sus ambiciones y requerimientos de autocomplacencia. Pero, como es conocido por todos, no es posible reprimir, sublimar, ignorar y ocultar para siempre un problema. De alguna manera la energía contenida en el problema tiene que fluir y para el ego el más mínimo error, discordia o fisura es ya pretexto para hacer estallar ese problema frente a nuestro rostro.
El modo en que integramos los problemas a nuestra vida depende esencialmente del estado emocional en que nos encontramos. En general, se puede decir que cuando hay problemas nuestros estados emocionales son negativos, ya sea que aparezcan el coraje, la ansiedad o la simple preocupación. Todas estas emociones negativas son
causa de perturbación porque en nuestra mente se genera un diálogo interno neurótico que nos desequilibra emocionalmente. Los pensamientos, casi siempre obsesivos e intensos (en la medida en que el problema crece), sólo son posibles cuando fluye en nuestra conciencia una energía motivacional o de intensiones: es la energía del sentido de las cosas. Es decir, la que nos hace tomar decisiones en una dirección determinada; menos guiada por las razones y la lógica y más por los hábitos y las pasiones.
Por eso siempre que tenemos problemas nuestra mente se llena de pensamientos y de una cierta fuerza, inherente a las motivaciones que respaldan a una o a otra solución. En este sentido se puede decir que cuando nos enfocamos para resolver un problema nos “ocupamos” del mismo.
Cuanto más nos ocupamos del problema invertimos una mayor parte de nuestros recursos, esfuerzos, tiempos y economías. Un gran problema supone una excesiva ocupación. Por eso es muy común escuchar la expresión “no tengo tiempo, estoy muy ocupado”.
Es decir, el tiempo que alguien tiene (porque para no tener tiempo, hay que estar físicamente muerto) se invierte en el problema. Pero, como todos sabemos, estar muy ocupado en un problema no es garantía de resolverlo y en muchas ocasiones tanta ocupación se convierte en parte del mismo problema.
Todo problema trae consigo ciertos niveles de ansiedad; cuantos más intensos sean, más tendremos que esforzarnos para conseguir los resultados deseados; aunque esa ansiedad resulta ser parte de la misma obstrucción. Esa es la razón del porqué una mente muy ocupada no es diestra para enfrentar asertivamente los problemas. Las crisis devienen precisamente de una situación donde la capacidad de respuesta se agota antes de ser capaces de dar una respuesta efectiva al problema planteado.
Decíamos que casi todas las personas tenemos soluciones para los problemas. Deseamos imponer nuestros razonamientos a los demás, nuestra opinión sobre cómo los demás deberían vivir y lo que deben hacer. Todo ser humano es parte de otros, tal como dice Paulo Poleo, y por eso los otros son parte de nuestra vida. Esa es la razón por la que unos y otros queremos modificar las vidas de los demás, siempre esperando que sean como deseamos, cuando no sucede así nos hace estar molestos. De ahí proviene gran parte de
nuestros desacuerdos y agresiones.
Por eso como seres humanos tendemos a ocuparnos demasiado de cómo deberían ser los demás para no tener problemas. Esta tendencia se cristaliza cuando obsesivamente insistimos en las cosas malas que suceden a otros. Aunque objetivamente no sean peores que las que enfrentan miles y miles de personas. Realmente hay muy pocos problemas personales porque casi todos son producto de nuestras demandas hacia quienes nos rodean. Es más, podemos decir que la mayor parte de los problemas “fuertes” que experimentamos, un
80 por ciento, se dan dentro del círculo familiar. El resto está en el campo laboral, en el educativo y en la convivencia comunitaria.
Cada uno de nosotros se identifica con ciertos pensamientos contenidos en el catálogo de soluciones en nuestro almacén preventivo. Una buena parte son patrones mentales ya estructurados para funcionar de manera determinada. Somos de una forma o de otra según el patrón mental que adoptamos. Tanto frente a la enfermedad como al desempleo, en los casos de infidelidad matrimonial o de deudas económicas (entre otros millones de problemas) tenemos más o menos ensayadas las respuestas. En muchas situaciones creemos que nuestra solución es la única viable, razonable y legítima. Actuamos como el soñador que no sabe que está soñando ya que de nuestros patrones mentales estamos muy poco conscientes. Por eso estamos como atrapados en nuestras propias mentes, lo que una y otra vez genera ansiedad, estrés e inseguridad.
La sola tensión entre el deseo de resolver el problema y lo que realmente hacemos inevitablemente destruye el fino equilibrio que debe existir entre nuestra conducta y nuestros pensamientos.
En última instancia los pensamientos se imponen a pesar de lo que hayamos experimentado, observado, escuchado y estudiado sobre el asunto. Esta tensión entre nuestros deseos y la realidad es un aviso de que nos hemos conectado con algún pensamiento habitual o con un patrón mental de respuestas, los cuales han entrado en conflicto con el evento.
Cuando actuamos por mandato de las creencias congeladas en pensamientos automatizados y repetitivos, nuestras respuestas carecen de oportunidad en tiempo y espacio y, sobre todo, de adaptabilidad a las circunstancias que deseamos superar.
Un ausente seguro en este contexto es el pensamiento creativo y compasivo que es la herramienta más astuta a la que podemos recurrir para responder a los problemas. Esta visión incluye aceptar las inherentes turbulencias que la vida nos depara como las enfermedades, las muertes, o los simples infortunios como un accidente o un asalto; todas son realidades que podemos encarar con tristeza o depresión o con objetividad y calma.
La mayor parte de nuestros problemas son comunes; es muy poco probable que alguien tenga un problema único y particular. Por tanto, cuando tenga un problema sólo piense en su dimensión real en el mundo. Con ello dará un golpe al hígado al ego, que cree que sus problemas, son Los Problemas. También se puede observar que casi todos nuestros problemas son pequeñas situaciones que tienen grandes resultados. Creemos que los grandes efectos
provienen de causas considerables, pero no es tan cierto. Podemos decir que enormes problemas no tienen causas tan grandes como aparentan; por eso las soluciones pueden ser mucho más sencillas de lo que suponemos.
Los medios de comunicación, los libros y los especialistas nos han hecho creer que requerimos de visiones muy complejas, complicadas o multidimensionales, y con eso se apropian descaradamente de soluciones que, en muchos casos, son simples, visibles y sustentadas en la experiencia de las personas que han vivido el mismo problema.
Todos tenemos ciertas habilidades sociales y emocionales para dar salida a los problemas. Para restablecer los equilibrios que perdemos al encararlos lo importante es comprender claramente sus causas objetivas y reales, para lo cual es necesario desembarazarnos de los hábitos y patrones mentales reactivos, es decir, de los prejuicios envueltos en alguna creencia de “cómo deben ser las cosas”.
Cuando pensamos que los problemas son muy complejos y profundos, nos dejamos abrumar y deslumbrar. Nuestro cerebro de mamíferos responde inmovilizando todo nuestro cuerpo y hasta nuestra respiración, puede aparecer hasta una crisis. Con mucha frecuencia nos asaltan cientos de pensamientos perturbadores y miedos por nuestra integridad física, emocional y patrimonial.
Nos desbordan las emociones negativas y, en vez de dar respuestas asertivas y adecuadas, nos sentimos susceptibles ante los estímulos exteriores que identificamos con el problema. Reaccionamos de manera antilógica y perturbada: nos inundamos de negatividad, agresión irracional e ira. Estamos fuera de control.
En estos casos, como ya se señaló, repetimos el patrón habitual de respuestas. Es decir, si alguien es “enojón”, independientemente de la situación real, su respuesta será de enojo. Y así quedamos atrapados en membretes, etiquetas, que se reproducen a sí mismas. Por tanto, debemos cuidarnos mucho al definir nuestra personalidad porque lo más seguro es que estemos construyendo nuestra propia prisión emocional e intelectual. Esto
es fatal para la creatividad.
De hecho, todo lo que construimos alrededor de nosotros ha surgido de un pensamiento previo: una casa fue antes un diseño en el cerebro de alguien y lo mismo sucede con la ropa, la comida,
la organización de la oficina; todo lo que nos rodea es producto de nuestra mente. Pues bien, ¡también los problemas son antes pensados por alguien o por usted!
Lo importante en este tema es comprender que lo que tenemos ahora lo hemos trazado previamente en la mente. El criterio que establecemos para actuar en nuestro medio ambiente nos indica el camino que tomaremos.
Entonces vale la pena volver a preguntar ¿cómo respondemos frente a un problema? En función del estado mental que definió ese problema; puede ser con coraje e ira, con depresión y cansancio anticipado, con agresión y pena, o de cualquier otra manera. Si observamos cuidadosamente cómo reaccionamos frente a los problemas descubriremos nuestros hábitos mentales.
Al enfrentar un problema intentamos tres cosas: primero, buscamos restablecer un estado de comodidad, seguridad y sentido de pertenencia; en segundo lugar tratamos de evitar la destrucción del sistema de comodidad y seguridad que nos hemos edificado con el tiempo; en tercer lugar reaccionamos para reprimir, ignorar y sublimar las causas y los efectos del problema.
Cada uno de estos tres intentos implica actitudes muy diferentes. Al buscar el equilibrio perdido la actitud es de reconciliación y, en general, se trata de volver a la situación anterior.
En el segundo caso se procura que el problema no dañe las principales columnas de la convivencia, permitiendo que las cosas puedan seguir funcionando como hasta ese momento.
La tercera actitud, la más común, procura ocultar (de forma agresiva) el problema, exagerar sus características para que parezca inevitable o, simplemente, hacer como si el problema no existiese.
Obviamente, hay una cuarta posibilidad que implica reconocer, aceptar y transformar las causas y los efectos del problema.
Lo que importa es observar que las reacciones surgidas de la comodidad, la prevención y la negación tienen como trasfondo el miedo: una perturbación que inmoviliza la razón y la paciencia frente a las crisis. El miedo es el eje que atraviesa cada una de nuestras posiciones frente a los problemas. Básicamente, lo que tememos es que las cosas cambien y, por tanto, ya no podamos seguir con la identidad que nos habíamos construido y con la seguridad acostumbrada. Nos asusta lo desconocido y perder lo que tenemos.
Los problemas son taladros para nuestras fortalezas mentales (creencias, ideologías, modelos mentales) y para nuestros patrimonios materiales, familiares y psicológicos. Tales fortalezas y patrimonios atrapan toda la energía, supuestamente para nuestro propio beneficio. Los problemas actúan como grietas en las paredes de contención de “mi” existencia.
De acuerdo con el sentido común (y a veces también con las recetas de la autoayuda), para evitar que la energía desborde nuestras fortalezas es necesario separar las distintas áreas de la vida (la familia, la profesión, la educación, la recreación). Así, cuando haya problemas en una de ellas, las otras áreas estarán protegidas. Pero, como todos sabemos por experiencia, la autonomización de los campos de la existencia es una empresa imposible.
A veces perdemos más tiempo y energía procurando levantar muros de contención entre un campo y otro que reconociendo y resolviendo los problemas.
Por ejemplo, cuando un matrimonio se divorcia, hay una grave tensión tanto para el hombre como para la mujer. Obviamente, la situación emocional y legal tendrá una fuerte repercusión en sus empleos. ¿Qué es mejor hacer? Negar los impactos del divorcio en el campo laboral sería una mala estrategia. No es bueno hacer como si nada pasara, tampoco exagerar sus efectos. La vida se separa en campos para fines utilitarios y de ubicación, pero en la realidad nada existe separado de todo lo demás. Cada uno de nosotros lleva consigo todas sus áreas existenciales integradas en la mente, el cuerpo y las emociones.
La vía fácil en el ejemplo anterior es simplemente afirmar agresivamente que los problemas emocionales no tienen por qué afectar la calidad de nuestro trabajo. Falso. El principio de que somos uno implica que lo que sucede en cada una de nuestras áreas repercute en las demás.
Ahora bien, en cada uno de los campos en que actuamos (familiar, educativo, gremial, cultural, laboral, recreativo, entre otros) establecemos por hábito y costumbre un estado emocional determinado, que cambia dependiendo de nuestras percepciones y pensamientos.
Si reprimimos, sublimamos o ignoramos algún problema lo único que logramos es alejar su solución.
Por ejemplo, negar que nos duele la muerte de un amigo sólo contribuye a que ese dolor se diluya en nuestra percepción y pensamientos pero que se incruste en nuestras emociones como una energía contenida. No es de extrañar que en cualquier momento esa energía rompa las paredes de contención y estalle como una dinamita dejando fluir una energía ya intoxicada de tristeza, ira, enojo y rabia. Huir del dolor cuando aparece es una manifestación muy cargada del miedo que tenemos a que las cosas cambien de una manera que no deseamos. El círculo vicioso de la negación que comprime la energía del problema, lo que a su vez provoca un mayor rechazo de nuestra parte, sólo provoca que desarticulemos el problema, con lo cual creamos más fuerza para rechazarlo.
Sin lugar a dudas, todos tenemos miedo a algo: al desempleo, a una enfermedad terminal, a la muerte de un ser amado, a sufrir robos y maltratos.
Es el miedo mal manejado lo que nos obliga a huir de los problemas —porque debemos aceptar que, queramos o no, todo lo que tenemos, hacemos y queremos es bastante inseguro, impermanente y depende de muchas variables fuera de nuestro control.
Casi todos buscamos una salvación de la inconsistencia. Por eso hay personas adictas al trabajo, otros se afilian a un grupo religioso, al consumo de ropa, de comida, de otras sustancias, todo con la legítima intención de dar algún sentido a la vida.
Muchos de nosotros nos movemos en los terrenos de los modelos mentales aprendidos, con respuestas previas a los problemas que, en ese sentido, tienen el control de nuestras acciones. No queremos afirmar que estos modelos mentales significan un destino ya establecido para cada uno. Más bien tratamos de insistir en cómo utilizamos un modelo de respuesta para las diversas situaciones que vivimos, que nos permite sentirnos seguros de nuestra manera de ser. No hay que olvidar que el miedo deriva de la inseguridad.
En estos primeros años del siglo XXI somos testigos de muchos cambios que impactan a diversos grupos sociales a los que tradicionalmente se pertenecía. Por citar sólo un ejemplo, los desarrollos tecnológicos y económicos han alterado las viejas estructuras gremiales y laborales. Lo mismo puede decirse de las diferencias en la conformación de las familias. Pema Chödron señala que en nuestra época hay una fuerte tendencia hacia la movilidad con el objetivo de
lograr comodidad y evitar los problemas. Afirma la autora que se trata de embotar los sentidos al ponerlos en contacto con una inmensa oferta de productos y servicios. La idea del mercado es que el miedo a los problemas no llegue a manifestarse de modo contundente. La inmensa avalancha de productos de consumo está provocando, paradójicamente, problemas cada vez más agudos de insatisfacción y de agresión al medio ambiente, porque ese placer por lo reciente y nuevo no conduce a la satisfacción y a la felicidad sustentable.
El maremoto del consumo de cosas y de cuidados de belleza implica una aceleración constante de las transformaciones en todas las áreas de la vida social.
Como ya hemos dicho, cualquier cambio produce miedo, incluyendo los positivos y benéficos. Es natural que todos procuremos adaptarnos lo más pronto posible. Con ello restamos fuerza al miedo y empleamos las cosas nuevas que representan una ventaja para nuestra vida. Pero cuando queremos acomodarnos de modo inmediato parece que se producen más problemas que soluciones. De hecho se ha venido comprobando que el estrés, una enfermedad mental epidémica hoy en día, no es más que una manera de disfrazar el miedo que tenemos a las nuevas situaciones que experimentamos.
Creemos que la meta en la vida es controlar todo lo que sucede a nuestro alrededor. Esa es nuestra idea de actuar como es debido. Cuando aparece el miedo, seguramente por alguna situación que no sabemos manejar, el modelo mental del control entra en una seria crisis: todo parece fuera de su sitio. Por tanto, un problema es algo o alguien que no podemos controlar y que tiene una dinámica en la que no estamos seguros ni conformes, que nos produce ansiedad y aflicción o, como se dice genéricamente, preocupación.
El miedo, el estrés y la ansiedad derivan de experiencias que bloquean y distorsionan gravemente la realidad. En este sentido se puede decir que el miedo tiene dos tendencias: una que señala estados emocionales inestables debido a cosas que no deseamos; y el temor a perder el control de nuestras condiciones previamente dominadas.
Como podemos observar, el miedo es el hermano de la inseguridad, siempre presente en nuestra vida. De hecho, todo movimiento que hacemos, todo pensamiento que nos surge y toda emoción que sentimos contienen fuertes dosis de riesgo, por la sencilla razón de que todos pueden ser cuestionados y contrapunteados frente a otros modelos mentales o creencias y frente al principio de la decadencia y la expiración. Debemos darnos cuenta de que el simple acto de respirar contiene ya el riesgo de dejar de hacerlo. Y, bueno, en verdad hay un 100 por ciento de probabilidades de que algún día no respiraremos más.
Ahora bien, como ya establecimos, cuanto más nos importa algo, cuanto más tiempo y energía le hayamos invertido, más miedo sentiremos perderlo. Habría que destacar que el miedo es una parte natural de nuestros mecanismos antiguos de supervivencia. Seguramente sin este noble sentimiento los hombres arcaicos no hubieran podido resistir a los animales que los veían como alimento y a los miles de peligros que los acechaban. Pero ese instinto de protección y huida se ha trasladado a un mundo en el que ya no existen los tigres dientes de sable.
En nuestro tiempo el miedo tiene más que ver con el cambio de los factores psicofísicos y económicos que nos proporcionan identidad. Ésta se construye en gran parte por medio de la adquisición de ideas, pensamientos y creencias que de alguna manera nos dan pertenencia a un grupo social determinado, una nacionalidad, algún apellido, una propuesta política o financiera, alguna religión. La identidad se conforma compartiendo con otros algo que nos hace iguales y comunes. También implica un grado importante de confianza y credibilidad con los demás.
Por otra parte, tal identidad es vulnerable frente a otras personas de identidades diferentes: todo lo exterior se puede convertir en amenaza e inestabilidad; generar agresión y violencia como respuesta. Dicho de otro modo, los problemas que tenemos como seres humanos en mucho se reducen a la defensa y promoción de una u otra identidad.
Casi todos tenemos una tendencia muy arraigada a defender nuestra identidad. Sentimos, a veces de forma inconsciente, que es nuestra obligación. La creencia de que es necesario tener responsabilidades nace precisamente de esta obligación. Por ejemplo, una mujer con hijos adquiere la identidad de madre y siente responsabilidad por ellos. Esta es la lógica en que se mueve el “deber ser” que toda sociedad impone a sus miembros.
Así, al miedo de perder la identidad se agrega el miedo a no poder cumplir con los deberes y normas que tal identidad nos impone. Ello resulta sumamente agotador porque requiere que minuto a minuto estemos pendientes a lo que se espera de nosotros en ese papel para ser reconocidos tanto por nosotros mismos como por los demás. Por tanto, siempre habrá problemas porque siempre estamos defendiendo o promoviendo la identidad que da pertinencia y dirección a nuestras energías.
Los problemas y las crisis personales surgen precisamente porque estamos muy ocupados tratando de impedir, ignorar o subestimar los problemas. Recordemos que un problema es una situación que se aparta de nuestro modelo mental de cómo deben ser las cosas.
Desafortunadamente estamos muy poco atentos a lo que funciona bien en nosotros y en los demás. Damos prioridad a lo que no funciona. Por eso la tendencia de la psicología occidental ha sido enfocar las anomalías mentales o las emociones declaradas clínicamente enfermizas. Todo nuestro bagaje científico está disponible para arreglar problemas. En los noticieros por lo menos el 75 por ciento de la información es sobre accidentes, actos de violencia o hechos de escándalo y corrupción.
Nos preparamos para las malas noticias. Como establece Daniel Goleman, el miedo de vernos en problemas en cierto sentido dispara nuestra ansiedad y acapara nuestra atención.
Cuando las preocupaciones y los miedos se hacen repetitivos y regulares, pierden su papel de alarma para protegernos, convirtiéndose en actitudes que nos alejan de las soluciones positivas y adecuadas, es decir, se transforman en malos hábitos. Son producto de nuestra incapacidad para observar correctamente las cosas. Nuestras percepciones se separan de la realidad. Olvidamos lo que estamos haciendo y recurrimos a extraños malabares mentales para huir del problema. Pensamos en el pasado o en el futuro o nos vamos a otro lugar.
Por eso muchos de los más destacados sabios de nuestra era, como Buda o Jesús, han insistido en que, cuando no somos capaces de abrir nuestro corazón, creamos muchos problemas derivados de que nuestro espíritu está distraído, lejos de lo que en verdad está sucediendo. El único lugar donde está el reino del cielo es en el presente, claro y luminoso. Y ese presente es, en la mayoría de los casos, sencillo y bastante ordinario, mundano. El propio Nietzsche afirmó de modo categórico que es muy poco lo que se necesita para ser feliz. Lo que pasa es que casi siempre olvidamos de qué se trata el asunto de existir en esta tierra.
Parece que los problemas nacen y se deshacen en nuestra mente. Quizá esto sucede porque nuestras percepciones y pensamientos no están en el lugar donde deben de estar.
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