El zen no es ciencia, sino magia. Pero no
es la magia de los magos,
es la magia de una manera de ver la vida.
La ciencia es intelectual. Es un esfuerzo por destruir el misterio de
la vida. Aniquila la maravilla. Está contra lo milagroso. El zen está
totalmente a favor de lo milagroso, de lo misterioso.
El misterio de la vida no debe resolverse porque no puede ser
resuelto. Debe ser vivido. Uno debe subirse a él, amarlo. Que la vida
sea un misterio es una gran alegría. Y algo que debe celebrarse.
El
zen es magia. Te da la llave para abrir lo milagroso. Y lo milagroso
está en ti, y la llave también está en ti.
Cuando vas a ver a un maestro zen, él sólo te ayuda a estar
silencioso, de manera que puedes hallar tu propia llave, que llevas
encima desde hace mucho tiempo. Y así hallarás tu puerta –que está
ahí-, y podrás penetrar en tu santuario más íntimo.
Y el último punto fundamental acerca del zen:
el zen no es
moralidad, sino estética. No impone un código moral, no te da
ningún mandamiento tipo “haz esto o no hagas lo otro”. Simplemente te
hace más sensible a la belleza, y esa sensibilidad se convierte en tu
moral. Pero a continuación se alza más allá de ti, fuera de tu
conciencia.
El zen no te proporciona ninguna conciencia, ni está contra ninguna;
simplemente te proporciona “más conciencia” se torna tu conciencia.
No hay ningún Moisés que te dé
mandamientos, ni viene de la Biblia, el Corán o los Vedas...no viene de
fuera. Viene de tu centro más íntimo. Y cuando proviene de ahí, no es
esclavitud, sino libertad. cuando proviene de ahí, no es lago que haya
que cumplir como un deber, de mala gana. Disfrutas haciéndolo. Se
convierte en tu amor.